lunes, 28 de agosto de 2006

Zamora

Aquí está Zamora, a la orilla de su Duero.

Ahora, en verano, lejos de semana santa, más que una ciudad parece un pueblo grande: tranquila y acogedora, y con un tiempo tan bueno que invita a perderse por las calles de la zona monumental en busca de sus iglesias románicas, tantas, que parece que hay una escondida detrás de cada esquina. Pero no sólo hay iglesias: la catedral, el castillo, el paseo junto al río, la plaza mayor, el parador... tantas cosas que ver que no me atrevo a hacer una lista, por no desmerecer aquellas que no aparezcan en ella. Y todo con el encanto de las cosas bien cuidadas: la piedra antígua, desnuda y limpia, las calles empedradas, sin un sólo papel en el suelo, y cada poco, un rinconcito con un árbol, un poco de hierba y una sombra bajo la que cobijarse.

Y sobre todo, la tranquilidad de los tesoros no descubiertos. Sí, hay turistas, por supuesto. Sería imposible que un sitio tan bonito no lo conociera nadie, pero no son, ni mucho menos, las aglomeraciones de los sitios que se han convertido en grandes destinos. Quizás, porque el verano de Zamora no es el gran reclamo de esta ciudad. Su momento fuerte es la Semana Santa, cuando me dicen que la ciudad pasa de los cerca de setenta mil habitantes hasta cerca del medio millón, pues su semana santa está declarada de interés turístico internacional.

En cualquier caso, me ha encantado este viaje a Zamora, incluso sin semana santa. El lugar, el ambiente, la compañía, e incluso los paseos solitarios por las calles han sido algo impagable. Me llevo un estupendo recuerdo, unas ideas un poco más claras, y sobre todo, las ganas de volver.

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