sábado, 24 de febrero de 2007

Dolor

Hoy, después de mucho tiempo, he vuelto a sentir verdadero dolor.

No hablo de decepción, tristeza o cualquier otro sentimiento. Hablo de dolor físico y real. Y no la clase de dolor que sentimos al cortarnos o darnos un golpe, sino de un dolor que no había sentido nunca: tanto frío que dolía. Más que frío, congelación.

Hoy tocaba montaña, y a eso de las nueve de la mañana, me he encontrado cerca de la Puebla de Don Fadrique, en Granada, casi al pie de La Sagra, con un frío horrible (a las 2 de la tarde hacía 6 grados en el coche, en la montaña probablemente menos) y un viento de los que obligan a disputar duramente cada paso en su contra. Hasta hoy no entendí qué es lo que mis compañeros de montaña tenían con La Sagra. Ahora lo sé: tiene todo el tipo de una montaña alpina, con sus más de 2000 metros, su bosque de pinos, el corte de vegetación a cierta altura, y hoy, la cumbre nevada hasta bien abajo, y gracias al viento, una nube en su cima, enroscándose sobre sí misma como un alargado dragón chino, protegiendo su tesoro encaramado a su montaña.

En parte por desconocimiento, en parte por falta de previsión, no llevé ropa de abrigo, ni tampoco guantes. No soy friolero, y los días de verdadero frío han pasado, pero La Sagra estaba bien nevada, y eso se notaba en el ambiente.

Nada más bajar del coche, mis manos han empezado a sufrir el ataque del viento helado. Frío, mucho frio, tanto, que han comenzado a entumecerse casi al instante. Mis compañeros, conocedores del terreno, iban preparados: ellos sí traían guantes. Durante unos momentos consideré la opción de quedarme en el coche y no ir con ellos: sabía que el camino sería largo, y tenía miedo de lo que pudiera pasar con mis manos si quedaban expuestas a ese viento durante las horas que duraría la travesía. Sin embargo, también era cierto que apenas había bajado del coche, así que los músculos aún estaban fríos y la sangre no circulaba al ritmo que lo haría durante la caminata.

Finalmente, comenzamos a caminar, mis músculos se calentaron y mis manos recuperaron algo de calor, aunque seguían ligeramente entumecidas. Nada serio. Podría aguantarlo.

Sin embargo, tres cuartos de hora más tarde llegamos a un punto crítico en nuestra tavesía: la cima de una cresta que se interponía entre nosotros y el Castejón del Mirabeles, nuestro reto de hoy.

En lo alto de la cresta estábamos a cierta altura, completamente expuestos al viento, que en ese punto era más fuerte y frío que nunca. Tras descansar un momento en un repecho y hacer unas fotos, decidimos saltar la valla que cercaba la cresta. Yo tuve verdaderos problemas para hacerlo, ya que el viento soplaba con tal fuerza que amenazaba con tirarme al suelo en cuanto levantase un pie de él.

Finalmente, aprovechando una tregua entre los embates del viento, pude cruzar la valla y comenzar el descenso por la otra ladera de la cresta, oculto en la sombra y aún más frío que el otro lado. Necesitaba toda mi atención para bajar, y también ambos bastones para apoyarme a cada paso, pues el viento seguía corriendo fuerte por el valle, haciendo peligrar nuestro equilibrio. Y a cada paso, mis manos sufrían un poco más, pues no tenía un momento que perder para intentar calentarlas ligeramente.

No sé si fueron dos, cinco, diez o quince los minutos que tardamos en llegar al pie de la cresta y cruzar un riachuelo. Sólo sé que para cuando llegamos allí mis manos dolían como no lo habían hecho nunca. La piel estaba helada y mis dedos completamente entumecidos. Al intentar calentarlas con mi vaho, la sensación era casi como meterlas en un horno: casi quemaba. Y lo más grave: el dedo gordo de mi mano derecha casi había perdido casi completamente la sensibilidad, aunque podía moverlo sin problemas. Al final, y dado que habíamos dejado atrás lo peor, tuve que pedir a un compañero que me prestara sus guantes durante unos minutos para poder recuperar la sensibilidad de mi dedo. Por suerte, al pie de la cresta había unos campos de cultivo sobre los que de nuevo volvía a calentar bien el sol, y a mi compañero no le hicieron falta los guantes durante buen rato, más que suficiente para recuperar mis manos y que el dolor desapareciera, y sobre todo, para convencerme de que debía llevar guantes para mis próximas excursiones.

Finalmente llegamos a lo alto del Mirabeles, donde volvía a soplar un fuerte viento, y tras 45 minutos de descanso para comer, volvimos a ponernos en camino, pues comenzaba a hacer demasiado frío para quedarnos más. Durante ese tiempo, nuestros músculos se habían relajado, y al volver a ponernos en marcha, mis manos volvieron a dolerme un poco hasta que cogimos el ritmo de la marcha, pero pudimos volver al coche sin demasiados problemas.

Ahora, ya en casa, duchado y calentito, y con cuatro raciones de crema hidratante para mis manos (estaban completamente cuarteadas y resecas, peor que si las hubiera metido en cualquiera de los disolventes del laboratorio), mis manos han vuelto a la normalidad sin mayores consecuencias que una piel un poco tirante y reseca, y los nudillos colorados. Y, eso sí, la decisión de llevar guantes a todas las demás salidas.

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